Creo que uno juega consigo mismo al gato y al ratón cuando escribe. Agarra la presa y la suelta, la agarra, la suelta. Hay cosas, por ejemplo, que uno quiere y no quiere pensar al mismo tiempo. Cosas que quiere tanto olvidar como no olvidar. Da vueltas en torno, anda en puntillas, muerde un poco, y lo suelta de nuevo. Empiezo a preguntarme si este juego no es peor para los gatos que para los ratones.
María Gripe, El túnel de cristal, Editorial Babel, Bogotá, 2011.
La palabra escrita es una parte del mundo en la que uno quisiera disolver el yo infantil. Aunque describe el mundo, no es algo separado de él. Piense en el placer con que un niño de cinco años lee carteles por la calle, o la absoluta entrega de un niño de diez años ante una novela de aventuras. Lo que él ve no son palabras, o signos de puntuación y reglas gramaticales, sino el barco, la isla y la figura sospechosa detrás de la palmera.
Juan Villoro, El libro salvaje, FCE México, 2013.
Todo libro está dormido hasta que lo despierta un lector. Dentro vive la sombra de la persona que lo escribió.
Ian McEwan, Niños en el tiempo, Anagrama, Barcelona, 1995.